Están casi todas las mañanas en la parada del bus. Son los demás viajeros cuyas caras recuerdo: “el chino”, “la mamá”, “el indio” y por supuesto ella, “la pelirroja”. Como me pasa siempre con las suecas, no atino a descubrir su edad y podría ser cualquiera entre 15 y 30. No es que sea importante en realidad, porque lo que la hace interesante es el color de su pelo.
Las pelirrojas me recuerdan inmediatamente a Jean-Baptiste Grenouille (el perfume), y su descripción del olor perfecto de una mujer. Porque el olor perfecto venía de una pelirroja, y eso lo deja claro. Se forma entonces en mi cabeza una asociación: ese olor, el aroma perfecto que me gustaría que perfumara mi cama cada noche, es el olor del rojo.
Un día cualquiera tomo el bus de regreso a casa y al sentarme descubro que la pelirroja está ahí, a mi lado. Duerme, porque en el primer mundo la gente también duerme en el bus, y en ese momento descubro que no huele a rojo porque el rojo no tiene ningún olor.